dimanche 31 octobre 2010

Gat y sus jerseys de invierno.


Ella solía agujerearse los jerseys de lana. Lo hacía las tijeras del costurero de su madre. Pequeñas y con la punta redonda. A menudo también se agujereaba la vida, pero eso ya es otra historia. Al principio empezaba con un agujerito o un par, pero luego, a medida que avanzaba el invierno, terminaba de agujerear el jersey entero. Acababa, en primavera, con jerseys de varias temporadas y miles de colores agujereados con entusiasmo. Sin picardía ni reparos. Lo hacía con un fin demasido simple y discreto. Lo hacía para que, de alguna manera, los sentimientos se pudieran escapar en invierno por los agujeros y llegar a otras personas. Eran como agujeros de huída de amor y de libertad. Agujeros pacifistas, vamos. Sólo pretendían contagiar a las personas cercanas. A enamorarlas. A él. Al otro. Al que fuera. Gat tenía esa manía. Que le íbamos a hacer. Todo el mundo la tomaba por loca cuando llegaba el otoño y ella empezaba a agujerear sus jerseys, previsora. A veces, incluso, tomaba prestado algún jersey de su padre o de su madre y hacía lo mismo. Cosa que provocaba algún grito que otro, bien es verdad. A veces, en pleno Febrero, se daba cuenta de que se le escapaban los sentimientos demasiado, que se le escapaba la vida entre los descosidos de lana. Y entonces corría a taparlos con remiendos y trapos. Alguna vez se le escapó algún recuerdo bueno sin querer y se tuvo que pasar todo el invierno buscándolo. Cachis.
Podéis dejar remiendos para los jerseys de Gat aquí.

samedi 30 octobre 2010

De Daniel Arnauld Frisel a Anna Kariouskt Hulden (II)

Recuerdo cuando ella me decía que se nos pasaba el mundo sin darnos cuenta. ¿Te acuerdas Anna?. Todo ese pesimismo infundado que ponía al contarlo. Al decirlo que se nos escapaban las horas entre las puntas de los dedos y jamás las recuperaríamos. Quizá fuera verdad. Es verdad. Ahora lo entiendo. Tal vez por eso pensó en desaparecer. En huir. Hallá donde el tiempo avanza más despacio. Todo se vuelve uniforme e insípido. ¿Tú qué crees?. Ha pasado tanto tiempo ya...¿catorce años, Anna?. Y aún sigo esperando que ella regrese. Todavía la sigo llamando al móvil cuando me acuerdo. Y no son pocas veces. Ni siquiera se ha molestado en darlo de baja. Ya sabes como era Olvido, así de olvidadiza. Nunca mejor dicho. Recuerdo cuando se olvidaba de sacar las galletas del horno y se quemaban todas. Y luego la casa, nuestra casa, olía a humo negro durante días. Recuerdo cuando se olvidaba de comprar el pan o de pagar las facturas de la luz y entonces teníamos que sobrevivir una semana con velas y pan bimbo. Recuerdo tantas cosas, Anna. Y me martidizan una y otra vez. Como si te apuñalaran constantemente. Tan doloroso. La única esperanza que me mantiene en el mundo es pensar que ella un día volverá. Que dirá que se ha equivocado y que todo ha sido una mentira. Un teatro universal. Un complot maquiavélico. Algo planeado. Y la veré bajarse del taxi en una noche lluviosa como ésta, desde la que te escribo. Y que lo que pasó la última noche sólo fue un producto de mi mala memoria. Que ella nunca llegó a escribir aquellas palabras en el vaho de aquel colectivo. Que la estupidez convirtió el recuerdo en pesadilla. Sólo eso. Nada más. Me aturde el pensar que moriré sin verla. Sin pisar el límite del Círculo Polar como prometimos. Sin besarnos debajo de la torre Eiiffel. Sin viajar a Australia. Sin morir de la mano. Si no que lo haré sólo y vacío. Vacío por dentro. Muerto por fuera. Como ahora. Como siempre desde aquel jodido Octubre, Anna. Dime si sabes algo. Dímelo por favor. Sé que lo ocultas. Que tu amistad por ella lo vale. ¿Vas a dejar que muera por ella?. Sabes que lo hago a cada segundo que pasa. La echo de menos. Díselo, por favor.

Daniel.

vendredi 29 octobre 2010

¿Qué clase de detergente?





Se subía los calcetines hasta las rodillas. Los manchaba con la sangre seca. El algodón se teñía de un rojo suavecito. Y sus ojos se convertían en pozos infrahumanos. El dolor se atisbaba llano y perenne. Siempre allí. Siempre con ella. Se humedecía el dedo índice y se frotaba la mancha con él. Esperaba que saliera en la lavadora. ¿Qué clase de detergente se echa en estos casos?. En los que la herida del des(amor) ha avanzado tanto que ya llega por las rodillas. Y provoca grietas que sangran demasiado a menudo. Y entonces tienes que ponerte los calcetines gorditos esos de lana que tanto te gustan. Pero que ahora manchas con sangre soporífera de amores infundados y te duele. Duele demasiado profundo. ¿Qué pasará cuando el des(amor) llegue a sus piececillos?. ¿Volverá a empezar otra vez?. ¿Se acabará todo?. Quizá el cuerpo de ella sea demasiado pequeño para tanto dolor junto. Demasiada sangre rojiza que no tiene por donde salir. Demasiados recuerdos que no encuentran cabida en un metro cincuenta. Y se retuercen encontrando el camino de vuelta. Buscando a ver si pueden despedirse por los codos. O por el ombligo. Y entonces todo se vuelve más rojizo todavía y ella se asusta. ¿Dónde se irá toda la sangre que se pierde?. Se reutilizará ocupando el cuerpo de otro enamorado. Para salir próximamente por sus rodillas. Quizá él no tenga calcetines gorditos para tapar sus heridas. Quizá sangre demasiado y se muera. Ella contaba cientodieciséis tiritas en su cuerpo. Cuarenta y siete entre los dos codos. Cincuenta entre las dos rodillas. (Y no daban abasto). Algunas cuantas en el cuello, en la nariz, en las mejillas. Por el corazón ya se había cerrado la abertura. Lo peor había pasado. Al moverse las heridas sangraban más y más. Por las noches, afortunadamente, la dejaban dormir tranquila si se tomaba un vaso de leche bien fría. No protestaban. Pero por la mañana no había leche fría que valiera, y gritaban incesantes con lágrimas rojas. A menudo las abuelas que llevaban a sus nietos al colegio, entre gritos y llantos, preguntaban por sus heridas, temiendo que su gnomo de gorro azul del jardín se dedicara a hacerle cosquillas demasiado fuerte. Ella escondía los labios entre la bufanda y proponía una caída de la bicicleta oxidada, un salto del columpio del parque del que estaba demasiado alto, una alergia primaveral en Octubre o un resfriado común. Después de ésto, las mujeres de pelo cano y sonrisas hogareñas la invitaban a tomar una taza de chocolate caliente después del colegio. Pero ella nunca aceptaba por miedo de manchar la taza con el sopor rojizo de sus labios, y corría, corría incesante a por más tiritas y alcohol de 98º para curarse los recuerdos.

mardi 26 octobre 2010

Es un verbo.


Ya no te echo de menos.
(Lo siento).
(De verdad).
Te dejo este mensaje en el contestador automático de tu corazón de metal oxidado por el aprecio mutuo. Parece ser que últimamente se encuentra saturado de amor. Qué te cunda. Sólo voy a contarte lo que pasa. Aunque a tí no te interese. Me pasa. Me pasa que se me esconde el aliento entre los recovecos del amor infundado. Jugando al escondite con el amor no correspondido. Luego se encuentran y se enfadan. Así todas las tardes. Los domingos pasa lo mismo, pero en mayor medida estratosférica. Porque ya se sabe que los domingos son días de levantarse tarde, y el dolor y la pena se acumulan hasta el momento justo. Y luego todo se expande como una humareda polvo y brillantina amarilla. Y hace Cataplaf! y me hundía. Porque ya no me hundo. Tampoco es domingo. Asi que no te lo puedo decir con seguridad certera. Ya me basto y me sobro con mantas de la lana y algodón de colorines. No hace falta que nadie me abrace. Y si alguna vez me hace falta tiraré de mi perrito de peluche II. Sí, sí, el que duerme conmigo todas las noches desde que desterré a perrito de peluche I. Tampoco me hará falta contarle nada a nadie. Para eso me lo cuento a mí misma. Y me río de mis chistes absurdos. No hace falta que me entretengas. Tengo doscientasmiltrescientasdiecisiete cosas pendientes que hacer. Hay una de ellas que ocupa una distancia prudencial en mi lista. Está subrayada con amarillo fosforito y luego tiene una capa mate de magenta. Está redondeada con rotulador rojo. Tiene flechas apuntando. Miles. Billones. Está en mayúscula. Con mi letra de gigante noruego. Es un verbo. ¿Lo adivinas?. Vivir.

Los muslos pálidos de Anna.

Viktor pensaba en pasarse el resto de sus doce años de angustia existencial y decadente así. Mientras Anna leía tumbada en el sofá del salón azul de la habitación de doscientosonce. Anna llevaba un vestido de flores demasiado corto. También demasiado feo, pero eso ya va en gustos. En aquellos momentos se le olvidaban los pactos de chavales que había hecho en su adolescencia. Con Daniel y eso. Sobre que no tocarás a la novia de un amigo y bla, bla, bla. Mierdas. Sólo eso. Complicaciones obvias. Siempre existen excusas que poner en situaciones como aquella. Yo, yo, yo, bebí demasiado. Fumé demasiado. Y me drogué un poquito, también. Y una cosa llevó a la otra. Unos miles de blas, blas, blas después y a otra cosa mariposa. Había cosas que Viktor nunca le había contado a nadie sobre Anna. Ni tan siquiera a sí mismo. Cosas como que, por ejemplo, estaba jodidamente enamorado de Anna desde que contaba su edad con los dedos de la mano derecha. Si es que a esa edad existe un amor que no sea otro que intercambiarse chuches en el recreo. Y levantarle la falda del pichi a las niñas. Y deshacerles las trenzas. Y esas cosas de críos. Viktor tampoco le había dicho a nadie que a veces, quizá muchas, soñaba con Anna. Quizá no de la manera más pura posible. Al fin y al cabo si conociéramos mejor a Viktor sabríamos que las palabras pureza y Viktor jamás han ido en la misma frase. Pero que soñaba con ella. Soñaba con despeinar su siempre bien peinado pelo demasiado corto. (¿Acaso Anna tenía algo que fuera largo?). Quizá el fémur derecho. O quizá fuese más largo el izquierdo. Soñaba con dibujar su sonrisa en el vaho del tren de cercanías por la mañana temprano, para que cuando ella lo cojiera a mediodía la sonrisa siguiera allí. Soñaba con comprarla el períodico por la mañana y dejarla que lo leyera mientras desayunaba. Saltándose las hojas de deporte y de economía. Soñaba con pasear en moto con ella por las calles oscuras y que sus mejillas se encendieran, rojizas, por el viento. Soñaba con regalarla constelaciones para su cumpleaños o aniversario. Soñaba con provocar caleidoscopios en sus ojos. Soñaba con comprarla una capa roja que permitiera a Anna volar sola y ser libre. Soñaba demasiado. Y no se lo decía a nadie. Pero le gustaba aquella sensación. De lo prohibido e inestable. De lo indecoroso y no ético. Del amor desde el cristal de lo imposible. De encenderse cuando veía sus muslos pálidos. Cuando se tocaba el pelo. Cuando respiraba de aquella forma tan suya. Anna.


Anna espera vuestras preguntas, amiguitos.

dimanche 24 octobre 2010

Gotas de espuma de des(amor).

Se suceden los espacios infinitos. ¿Dónde queda lo que ella perdió por el camino?. Se consume la espuma en el borde de sus dedos. La soledad se desliza impudicamente sobre su cuerpo. Las gotas resbalan y se caen. Pero esa no se va nunca. La que acumula el dolor y el olvido de las causas perdidas. ¿Existe algún gel de baño mágico que las borre todas?. Que se las lleve por el desague y que no vuelvan nunca jamás. ¿Existe la soledad infinita?. ¿Vivirá ella siempre así?. Quizá sea mejor preguntárselo al espejo empañado del baño. Quizá las respuestas se dibujen en los contornos al soplar. Y si no es así, ¿qué hará?. La vida se le acabará yendo por el desague. Entre espuma y sueños. Tal vez sea mejor así. Que los sueños y las ilusiones se colapsen entre olor de gel de vainilla. Entre champú de menta. Entre sal fría y estúpida. Para que desaparezcan para siempre. A lo mejor existe alguna bañera mágica en alguna parte del mundo. Donde quién permanezca allí un tiempo prudencial acabe siendo liberado de las torturas del mundo humano. Muy posiblemente la bañera será como le gustan a ella. De porcelana blanca y helada. Con un gran agujero como fin que da miedo. Para recordar que los finales nunca fueron buenos ni bonitos. Ni que nada es tan sencillo como parece. También tendrá una cortina de baño con pececitos dibujados. Será un tipo de cortina de las traidoras. De las que cuando te agarras a ella ceden un poquito más haciendo que te resbales y casi (casi) te caigas y te mates. Catapún.
Y desde entonces intentes ir con más cuidado para no estar en peligro de muerte cada vez que te duchas. También será preciso entrar en ella con escafandra. Porque el nivel del agua subirá tan pronto como ella se sumerja. Pues ya se sabe que los recuerdos lo ocupan todo. Hasta el agua. Y sus dedos se harán viejos en décimas de segundo. Como anuncio de que ya lleva mucho tiempo allí dentro y tiene que salir. No se vayan a borrar también los recuerdos bonitos.

jeudi 21 octobre 2010

Trigonometría en las pecas de tu espalda- dijo él.



Miraba al vacío. Mientras, Pete contaba sus pecas. Lo hacía despacito. Tanto, tanto, que en once horas sólo había avanzado la longitud de dos vértebras y media. La luz se filtraba demasiado clara al pasar por las cortinas blancas y hacía que ella tuviera que cerrar los ojos de vez en cuando y quejándose continuamente. Mientras miraba las sombras llenas de luz cruel pensaba en Daniel. En su carta. La última hasta el momento. La más dura. La peor. En la que había dejado claro que necesitaba saber dónde estaba Olvido. Y si no moriría de pena. De ahogo intenso. De inundación ficticia. Necesitaba saber el paradero de su mujer, novia, y a veces (sólo a veces) amante. Necesitaba saber si seguía viva. Si seguía esperando encontrar la respuesta a las preguntas insoldables por el destino macabro de la soledad. Y ella, Anna, lo sabía. Y había jurado no decírselo a nadie. Ni a él. Ni tan siquiera si él moría sin saber la respuesta. De ninguna manera. Y eso atormentaba sus entrañas. Hacía que respirar supusiera una dificultad oblicua. No sabía decidir. ¿A quién salvar?. A la huidiza de Olvido. O al solitario de Daniel. A los dos era imposible. Se matarían ellos mismos con sólo mirarse una vez más. Había entre ellos demasiadas cosas que no se habían aclarado y se habían apilado escribiéndose en libros sucios y llenos de tachones. Demasiadas promesas rotas. Demasiadas camas llenas en sábados de astío. Demasiado amor cruel. Demasiado fuerte. A su espalda, con la sábana blanca rozando sus pálidas rodillas, estaba Pete. Llevaba en aquella misma posición once horas y parecía no cansarse. Ella tampoco. Él dibujaba lineas de puntos suspensivos sobre su piel. Luego las unía y formaba triángulos y rectángulos. Calculaba el área de éstos. Luego la cantidad de pecas que había en sus límites. Su tamaño. Color. Posición. Lo apuntaba todo en su Moleskine verde. A veces hacía un par de cuentas con la calculadora de su padre. Otras, contaba con los dedos. A menudo se paraba y pronunciaba el resultado de la calculadora. Esperaba que ella se quedara estupefacta o asombrada. No lo conseguía. Anna tampoco entendía la relación de Pete con ella. Permanecer al lado de alguien que sabes que nunca te querrá. Saborear sus párpados sabiendo que nunca serán tuyos. Contar sus pecas. Alabarlas. "Trigonometría en tu espalda" dijo alguna vez.Teniendo a ciencia cierta constancia que Anna nunca le amará. Pero él sigue ahí. Contando sus pecas una por una. Pensando que quizá un día ella aprenda a querer tanto como él. Un día en el que las pecas de su espalda dibujen su nombre. Quizá antes de que Daniel muera. Seguramente después. ¿Sería el lago lo suficientemente profundo?.


mercredi 20 octobre 2010

La mermelada del fin (del mío, de ésto).


Se me acumulan las ganas de llorar. Son frías e implacables y a cualquiera que le preguntes te las comparará con las facturas al final de mes. Quizá sea eso. Mi final de mes. Pero, ¿cuántos meses van ya?. Y, ¿cuántos quedan todavía?. No lo sé. Y me aterra. Me aterra el no saber. Pero más me aterra quizá el saber demasiado. El saber a ciencia cierta lo que va a pasar. Y saber que va a ser malo. Tantas incógnitas ya resueltas. Estoy triste. Y no demasiado poco. Desgraciadamente. Y ella lo sabe. Y sabe que yo lo sé. Y sabe que ella quería que no se me notara. Pero hay cosas que no se pueden ocultar. No soy feliz. Yo ya no soy la de antes. Me angustia pensar si alguna vez lo volveré a ser. A ser quién se emocionaba con las películas de amor. Quién adoraba los domingos lluviosos. Quién deseaba llegar a clase para verle. Sé que no. Que nunca será igual. Porque hace mucho tiempo que ya no hay él y lo peor es que no sé si alguna vez lo hubo. Tampoco sé por qué me siento así. Aunque lo intuyo. Quizá sea algo que se rompió hace tiempo. Un cúmulo de sensaciones horribles. Sé lo que se rompió pero mejor no lo digo en voz alta. Solo diré que fue (des)amor. Y todo esto es demasiado pasteloso. Eso sí lo sé. Pero me siento decepcionada. Con él. Con todo. Conmigo. Porque creí ser capaz de hacer algo que no he hecho y que sé que ya nunca haré. Ya no me siento realizada. Ni segura de mí misma. Ya no hay paredes que valgan, ni escudos de palabras vacías. Ya no hay nada. Sólo mi cuerpo. Ya no hay alma. Sólo mi vida. Y voy y vengo porque sé que tiene que ser así. Un día más y otro y otro. Y me siento más estúpida cuando pienso que soy una egoísta por sentirme así. Que debería levantarme del charco donde me resbalé de tanto chapotear. Pero no puedo. Llevo desde Junio así y yo ya no doy para más. Quizá sea hora de decir adiós. A este blog. A mi creatividad. A veces viene, pero creo que mi mal humar la asusta y se vuelve a ir. No creo que venga pronto. Quizá ya no vuelva nunca. Y en ese momento no sé qué me quedará. Ya no habrá ellos, ni ellas, ni Daniel, ni Anna, ni mi niña de las trenzas, ni mi yo, ni yo misma. Tal vez un día me levante por la mañana y me despida de vosotros. Quizá mañana o pasado. O dentro de un mes. Ni yo misma sé que hacer.

¿Dónde venden los superglús para recomponerse enterita?.
Ahora desayuno la mermelada con trozos de astío.

dimanche 17 octobre 2010

Anna.


Y Anna vibraba con la canción que llevaba su nombre. Y que ahora lleva el de todos. El tuyo. El mío. El suyo. Saltaba de un lado para otro con las puntas de los dedos. Parecía flotar. Y lo hacía. Suavemente. Por instantes. Miraba. Sonreía. Reía. La música se expandía. El ruido se apagaba. No había vivido momentos mejores. Los echará de menos. ¿He dicho ya cuánto te echo de menos?. Quizá sí. Demasiado. Daniel también la echa de menos. Espera la contestación a la carta que nunca llegó a mandar. Espera que ella dé pronto señales de vida. Antes de que la lluvia lo inunde. Contesta, Anna. Piensa una y otra vez. Anna tiene suerte. A ella siempre le va bien.


samedi 16 octobre 2010

Ruido.





Y el estómago se llenó de humo de bar. El cerebro se colapsó de ruido mundano. Los ojos se empañaron. La ropa se tiñió de sentimientos encontrados. Por los poros de la piel salieron palabras desconocidas hacia nadie en concreto. Y son presentimientos malos. De los que matan. Y queman por dentro. Y nos envuelven en una espiral de misterio obsceno. Mis medias figuran mi vida a saltos. Entre punto y punto. Entre lunar y lunar. Entre fracaso y fracaso. Aquí. Donde no existes tú. Ni nadie. Ello.
TONIGHT.





Tim(zas).

A Tim(zas) le gustaba pasearse de pared en pared. Se esfumaba como la última golosina en una fiesta de cumpleaños. De repente desaparecía y ZAS!. Aparecía en la habitación contigua. Con la ropa blanca por la cal de las paredes y pelusas en el pelo. Se divertía mezclándose entre el ladrillo y el aislante acústico. Sus mejillas adquirían la tonalidad de la pared concreta, y sus ojos se convertían en enormes ventanas a otro mundo. A la otra habitación. Lo hacía todo muy simple y muy sencillo. Sólo tocaba con las yemas de los dedos el gotelé de la pared. Así. Muy suavemente. Con cuidadito, sin hacerla daño. Y los sentimientos de Tim(zas) se esparcían entre los poros de la pintura. Se conglomeraban con las vigas de madera y resurgían al otro lado. Mientras, en el espacio, se formaba una bruma de lentejuelas brillantes que caían al suelo. Anunciaban suavemente y con sigilo que Tim(zas) había desaparecído de aquella habitación y se encontraba en otra distinta. Algunas veces, cuando a la señora de la limpieza del hotel se le olvidaba, sin querer (queriendo), barría las lentejuelas y la neblina, haciendo que Tim se olvidara por dónde había venido. El pobrecillo se pasaba las horas muertas recorriendo las paredes hasta que daba con la habitación correcta. Ésto le ocasionaba multitud de problemas. Miradas indiscretas. Y esas cosas. Aún así a Tim(zas) no le importaba demasiado. Él era feliz de pared en pared. Y como su cuerpecito sólo ocupaba medio palmo a lo ancho, pues no tenía inconveniente en no caber en algún sitio. Un día Tim(zas) le dió por viajar. Y se incrustó la pared del ferrocaril que hacía el trayecto Madrid-Valencia. El viento del norte hacía que su flequillo se moviera y se saliera de la pared a ratos. Se pasó todo el viaje intentado peinárselo con la mano. Pero era peor el remedio que la enfermedad: tenía que sacar el brazo fuera de la pared para recojérselo. Caracoles. Allí siguió llendo de pared en pared. (Aunque algunas veces se equivocaba de habitación y provocaba mejillas coloreadas y sábanas estiradas).




jeudi 14 octobre 2010

Pesadilla doscientostrecemilcuarenta.

Salía dando pequeños pasos sobre el césped mojado. Sin hacer mucho ruido, no se fuera a despertar. Era de noche y todos lo niños dormían. Las Pesadillas esperaban sentadas en las ramas de los árboles esperando el momento preciso para aparecer. Algunas tenían cara de buenas personas y seguro (segurísimo) que por hoy dejaban en paz al niño que se les había antojado asustar. Otras eran muy malas y aprovechaban cualquier oportunidad, golpe de aire o ventana entreabierta para entrar en la habitación de color carne de los niños y acosarlos con sueños terribles, que provocaban mocos y sudores fríos. La niña de las trenzas tenía una amiga Pesadilla. Se llamaba Pesadilla doscientostrecemilcuarenta, así todo junto, y era una flacucha adolescente llena de pecas sin otra diversión conocida que la de asustar a niños, duendes, gnomos e incluso a alguna luciérnaga brillante. Aún así Pesadilla doscientostrecemilcuarenta era una buena amiga de la niña de las trenzas (infinitas). Era esa clase de amigas que sólo se cuentan con los dedos de la mano derecha, dejando la otra mano para los enemigos o para tu Pesadilla infantil. Por eso acompañaba a la niña de las trenzas en su recorrido hacia la casa del gnomo de jardín y la llevaba la cesta llena de leche de luciérnaga brillante. La niña de las trenzas infinitas se encontró con Pesadilla en el tercer árbol de la décima esquina de la cuarta calle colindante con su casa azul. Como todas las noches de los lunes desde hacía doce meses. O un año. Se habían conocido un día de una manera inhóspita y casual. Cuando una noche a Pesadilla doscientostrecemilcuarenta se le había olvidado llevarse la botellita de leche que guardaba siempre en el bolsillo delantero de su peto y había estado casi casi moribunda de sed. Aquella noche la niña de las trenzas infinitas le dió un traguito pequeñito pequeñito a Pesadilla, para que la pobre no se muriera de sed, a cambio de que ésta no entrara en la habitación color carne de su niño antojado aquella misma noche y la acompañara hasta la casita del gnomo de jardín. Pesadilla doscientostrecemilcuarenta aceptó el trato. Y este trato se convirtió en rutina. Y hasta ahora. Por eso esa noche como cualquier otra noche lunídica la niña de las trenzas era acompañada por Pesadilla, que llevaba la botella de leche metida en el bolsillo de su peto. Esta vez no hacía falta llevar una cestita para transportarlas, las luciérnagas brillantes sólo habían dado la mitad de la botellita de cristal y la niña de las trenzas infinitas sabía que el gnomo de jardín se enfadaría por ello. O por otra cosa. Como siempre.

mercredi 13 octobre 2010

De Daniel Arnauld Frisel a Anna Kariouskt Hulden.



A veces. Sólo a veces. Y cuando los días son lluviosos. Cuando la nariz se enrojece de frío. Cuando parece que el Sena se desbordará acabando con todos. Cuando en las pastelerías empiezan a quitar los adornos de Navidad. Cuando ya no existen niños felices cantando villancicos ni pobres demasiado infelices. Esas veces. La recuerdo a ella. Y recuerdo sus mejillas mecidas por el viento de las mañanas de Abril. Y recuerdo su paraguas mojado contra mi parquet. Sus manos frías posadas en mi cuello. Quemándome. Sus botas de lluvia en la puerta verde de mi casa. El olor a galletas de chocolate quemadas. A sus galletas. Recuerdo la cama deshecha. La sábana en el suelo y la almohada cruzada. Con ella encima. Su pelo revuelto casi como un chico. Sus miradas de recelo ante espejos que reflejan impasibles que la posibilidad de ir a cortarse el pelo prontamente. Recuerdo como mostraba sus paletos cuando se enfadaba. Y sus vestidos de flores. Sus calcetines por las rodillas. La lana de sus jerseys de invierno. La soledad de las tardes sin ella. Recuerdo el pasado, Anna. Y me impide ir hacia delante. Y ahora llueve. Demasiado. Y mis recuerdos me atormentan. Constantes. ¿Cómo parar la lluvia?. Para que me deje en paz. ¿Cómo lo hago?. Dímelo. Dímelo tú. Si no lo haces tú, nadie lo hará.

Contesta pronto, antes de que mi corazón se inunde de lluvia.




PD: Te envío la foto de ella, para que tú también te acuerdes de esa mirada que tenía. ¿La recuerdas?. ¿Recuerdas cuando la decías que parecía una cangrejo feliz?. Vamos Anna, ¿cómo narices sonríen los cangrejos?. O mejor, ¿qué tenía ella que podía sonreír de esa manera?. Eclipses provocaba aquella mirada. Y tú lo sabes, Anna. Tú lo sabes.



De Daniel a Anna.
















Os presento a Daniel. Y a Anna. (Aunque ella no sepa nada). Espero que se quede mucho tiempo por aquí, porque creo que todavía tiene mucho que contar. Y si queréis hacerle una pregunta, sólo dejarle un mensaje en el Formspring ------>

(Espera vuestras preguntas impaciente).

dimanche 10 octobre 2010

Otro mes más.

Me hago preguntas constantemente. Ahora más que nunca. Si estaré haciendo lo correcto o cometiendo el error de mi vida. Probablamente sea más lo segundo que lo primero. Desgraciadamente. No me siento agusto en ningún sitio. Y me siento torpe y tonta. Todo seguido. De no poder seguir el ritmo de este octubre que se me escapa por las puntas de los dedos. Como otro mes más. Y ya van siete. Desde abril. Caso perdido.

Domingo.




¿Qué clase de clavículas son éstas?. ¡Que se enamoran perdidamente de las gargantas y cómo narices las sacas de ahí!. Cachis. Mucho zumo de naranja en estos casos. Pero bébetelo rápido que las vitaminas se van volando. Doce zumos de naranja al día se bebía la niña de las trenzas infinitas. A falta de leche de luciérnaga brillante, pues. El duende de jardín se la había llevado toda. Para él solito. Egoísta. Y la niña seguía corriendo sin poner los pies en el suelo. Para no pisar el césped y que no se enfadara con ella. Porque si el césped lo hacía, se enfadaba, entonces encendía rápidamente los aspersores y la lluvia de gotas de agua caía sobre ella. Y la mojaba. Y la clavícula se volvía contagiosa. Y decía achís constantemente. Y necesitaba kilómetros de papel con olor a miel para calmar su nariz sonrosada. Y algidol y todas esas cosas bonitas que terminal con dol. De dol-or. De garganta, digo.

O de clavícula, mejor.


samedi 9 octobre 2010

Clavículas que matan.







Y son los sábados que se parecen sospechosamente a los domingos por la tarde. A aquellos melancólicos domingos. Como si se hubiera duplicado. Como si ahora ocupara todo el (fin)de semana.
Y la lluvia cayera a su merced. Empañándome el corazón de gotas de lluvia. De vapor de agua. Hay cosas que sólo merecen ser contadas en blanco y negro. No hay fotos que tengan color expresando los sentimientos. Sólo puedes hacer fotos vacías cuando te sientes vacío por dentro. Y es entonces cuando usas la bicoloridad. Y ahora. Hoy. Sábado o domingo. Hoy todo es blanco. Hoy es, demasiado, demasiado, demasiado negro. El des(dolor) ha avanzado y ahora se ha asentado en mis clavículas. Y no quiere irse. Le gusta el lugar. Al lado de la garganta rasguñada por los resfriados del otoño. Se hacen compañía. Me parece bien.

jeudi 7 octobre 2010

Mandarinas de boreal entusiasmo.




Ella pensó que alguna vez él le preguntaría cómo se encontraba. Así. Simple y sencillamente. De una manera casual y casi (casi) amorosa. Primordialmente cariñosa. Pero no lo hizo. Cada mañana durante ocho años y once meses él se limitó a pelar mandarinas frente a ella. Sin mirarla. Miraba sin parpadear (casi) a las mandarinas. Como si fuera la primera vez que las veía. Como si no repitiera aquel ritual dos veces al día durante los treiscientos sesenta y cinco días (sesenta y seis si el año era bisiesto). Como si las mandarinas fueran seres boreales venidos del espacio. Oh, vamos. Sólo son pequeñas pelotas de ping-pong de color naranja. Repetía ella. Y él no la escuchaba. Seguía mirando incesante a sus mandarinas. Y luego toda la casa olía a mandarinas. Y sus manos. Sus manos también olían a mandarina. Porque él nunca había preguntado cosas lógicas o normales, sino longitudes de radio de la tierra durante su origen o cosas así. Porque había estudiado una cosa muy muy difícil que casi nadie sabía como se llamaba. Ella tampoco. Por eso pelaba mandarinas. Para luego partirlas por la mitad, degollarlas. Y calcular su diámetro, su radio y todas esas cosas feas. Ella siempre creyó que las mandarinas eran como un mundo paralelo que él se había inventado para evadirse. Que una vez que colgaba un hilo de la mandarina (con mucho pulso) pensaba que aquel objeto volador sí identificado era otro planeta. Un planeta lejano. Lleno de auroras boreales y brillos mágicos. Donde todo era posible. Donde no existían las preguntas sencillas y formales. Sólo la soledad anaranjada de un tiempo mejor. Y más bonito. Y se pasaba horas y horas mirando la mandarina moverse de un lado para otro por efecto de un viejo ventilador. Hipnotizante. Y entonces ella, después de cuatro horas de ensimismamiento lo apagaba. Y él se enfadaba. Y gruñía. Y se quejaba. Todo a la vez. Y luego se levantaba. Y ella sentía sus manos con olor a mandarina en la mejilla. Una y otra vez. Así. Durante ocho años y once meses. Oliendo mandarinas.



mardi 5 octobre 2010

El bueno de Pete.




Y ella vió al flacucho Pete cruzando la calle. Caminaba despacio, tartamudo, impretérito. Ella miraba desde la ventana de la casa blanca con las ventanas azules. Todavía conservaba en la nevera portátil las cartas de amor que él la escribía. Las guardaba allí porque era el único sitio seguro de toda la casa donde guardar las cartas de amor. A veces pensaba firmemente en patentar una caja amorosa donde todo el mundo pudiera guardar las cartas de amor recibidas sin que nadie las viera. Con una especie de clave de números kilométricos y letras griegas. No una simple nevera portátil acolchada por dentro. Últimamente caía en la cuenta de que quizá al fin y al cabo la nevera portátil no fuera un mal sitio donde guardar las cartas de amor. Era un sitio fresco y limpio. Y en todas las etiquetas de todas las cosas leíbles y alimentarias siempre había esa advertencia. Asi que quizá tampoco estaba tan mal. Quizá después de unos cuantos años o meses el amor que desplegaban esas cartas sólamente con abrirse se congelara para siempre. Y entonces cuando ella volviera a abrir la nevera el amor la inundara de nuevo. Y se enamorara de él. De Pete. Del flacucho y feo de Pete. Porque era el único chico que le había escrito cartas de amor. Mejor dicho, era el único chico que le había escrito cartas. No simples mensajes de texto ni comentarios llenos de cursileria barata. Las cartas de Pete demostraban un amor boreal, casi perfecto. Casi, casi si no fuera porque ella no lo amaba a él. Ay, ay. Casi, casi. Faltaba el paso pluscuamperfecto del corazón de ella. El que nunca llegaba a ser. El que nunca estaba por llegar. Era como si se encontrara al borde del límite del Círculo Polar, con la línea blanca justito rozando sus pies. Pero nunca la pisaba. Cachis. Y la raya blanca la miraba insolente. Como reclamándola palabras de amor que ella no podía pronunciar sin ser verdad. Porque ella no era una mentirosa. Ella no decía mentiras. Y menos de amor. Porque esas eran mentiras de las grandes. De las feas. De las que ni siquiera deberían aparecer ni pasearse por la mente de nadie. En la calle nevaba. Y Pete se había parado en mitad de la calle observando su venta. Escuadriñándola. Para verla. Ay, Pete. El feo, flacucho y enamoradizo de Pete. ¡Como la quería!. Una pena que aquí, en este caso, no se puedan usar los viceversas. Y ella tuvo una idea. Una idea de las caleidoscópias. De las bonitas. De las maravillosas. De las que sólo se tienen una vez al mes (o quizá dos). Y bajó las escaleras casi volando, como si sus pies descalzos no tocaran el suelo. Abrió la puerta y salió a la calle. Y nevaba. Nevaba mucho. Quizá poco para ella. Y entonces abrió la nevera portátil que había cogido antes de salir. Y la abrió. Y aparecieron las cartas de amor de Pete. Llenas de corazones dibujados con color rojo. Y su perfecta caligrafía. De poeta. De Pete. En algunas partes se podían observar la plena decadencia del rotulador rojo. Los últimos corazones ya casi ni estaban rojos. Sólo eran manchurrones de tinta. Ay Pete, tendrás que comprarte otro rotulador rojo para rellenar los huecos. Y entonces la nieve empezó a llenar la nevera portátil. Mojando así las cartas de Pete. Y los corazones se emborronaron junto con las palabras de amor. Para luego, más tarde, congelarse. Y las cartas se congelaron. Y el papel se volvió duro y tieso. Y al cojer una carta el amor resbaló. Y ella lo cogió con las dos manos. Y la nieve se volvió roja y dulce. Manchada por la tinta roja. Y más bonita. Y más bonito todo. El amor. La nieve. Todo. Y el bueno de Pete (y feo y delgaducho) estaba allí. Y lo vió todo. Desde la nieve mojando las cartas hasta el corazón de ella lleno de nieve. Y observaba las escenas que se iban sucediendo. Y hablaba tartamudeando. Sin entender. Pobre. Pobre, Pete.







Recordad que espero vuestras preguntas para Pete o para la niña de las trenzas aquí:


dimanche 3 octobre 2010

Y los pájaros.


El chico del pelo alborotado trazaba con los dedos las líneas imaginarias de los pájaros. Los pájaros volaban incesantes sobre la piel caliente de ella. Y él los seguía. Les que pedía que lo esperaran. Que él se iba con ellos. A descubrir guerras y continentes sobre la palided purpúrea del cuerpo de ella. Pensaba al deslizar los dedos qué clase de pájaros serían. Quizá fueran gaviotas. A lo mejor, quizá, tal vez, golondrinas. Acabó preguntándose de qué huirían aquellos pájaros. De qué huiría ella. O de que no lo haría. De todo. De nada. Del amor. Del (des)amor. Quizá. Debería preguntárselo. Antes de que fuera demasiado tarde y los pájaros avanzaran kilómetros sobre su piel. Antes de que se tornara fría e insípida. Y el cielo se volviera negro y gris. Y el amor se acabara. Y todo se quedaría en nada. Ni pájaros. Ni sábanas blancas. Sólo domingos crueles. Doce años, trece días después de aquella tarde descrita anteriormente, cuándo el chico del pelo alborotado se levantó. Y se miró en el espejo. Y descubrió que la guerra había ganado. Y trazó con los dedos masajes en sus sienes. Y comprobó asombrado que los pájaros que antes poblaban la espalda de ella ahora se encontraban muertos en sus propios dedos. En sus falanges. En el camino perdido. Porque él los había matado. Con su encierro de paredes rojizas. Con sus mentiras agrias. Con su cielo negro en los últimos días. En la espalda de ella ya no había pájaros. Ni fotografías de ciudades en noches completas (completamente vacías). Ciudades con luces de forma de corazón. Sólo quedaban puntos que cuando se unían formaban el camino que alguna vez habían seguido aquellos pájaros. ¿Eran golondrinas?. Y que él había borrado al pasar sus dedos. Al llenar de desesperanza las nubes de su cielo. Del de ella. Del de siempre. De su vida.