Ella solía agujerearse los jerseys de lana. Lo hacía las tijeras del costurero de su madre. Pequeñas y con la punta redonda. A menudo también se agujereaba la vida, pero eso ya es otra historia. Al principio empezaba con un agujerito o un par, pero luego, a medida que avanzaba el invierno, terminaba de agujerear el jersey entero. Acababa, en primavera, con jerseys de varias temporadas y miles de colores agujereados con entusiasmo. Sin picardía ni reparos. Lo hacía con un fin demasido simple y discreto. Lo hacía para que, de alguna manera, los sentimientos se pudieran escapar en invierno por los agujeros y llegar a otras personas. Eran como agujeros de huída de amor y de libertad. Agujeros pacifistas, vamos. Sólo pretendían contagiar a las personas cercanas. A enamorarlas. A él. Al otro. Al que fuera. Gat tenía esa manía. Que le íbamos a hacer. Todo el mundo la tomaba por loca cuando llegaba el otoño y ella empezaba a agujerear sus jerseys, previsora. A veces, incluso, tomaba prestado algún jersey de su padre o de su madre y hacía lo mismo. Cosa que provocaba algún grito que otro, bien es verdad. A veces, en pleno Febrero, se daba cuenta de que se le escapaban los sentimientos demasiado, que se le escapaba la vida entre los descosidos de lana. Y entonces corría a taparlos con remiendos y trapos. Alguna vez se le escapó algún recuerdo bueno sin querer y se tuvo que pasar todo el invierno buscándolo. Cachis.
Podéis dejar remiendos para los jerseys de Gat aquí.